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En este apartado publicaremos los artículos de opinión que tengan a la túnica y al nazareno como eje central.

Farol de Cruz de Guía.
Antonio Burgos
En esta madrugada de siglos de concordia, antes que los vencejos vengan quebrando albores de capirotes verdes de terciopelo antiguo, aún no sé por qué Arco o esquina de mi barrio, antes que la zancada del paso racheado le dé un andar de Hombre al que todo lo puede, antes de que la noche se mire en un espejo de negros capirotes y ceras de tinieblas, vendrán rompiendo el tiempo con esa cruz de guía dos faroles sin fecha que me sé de memoria: su cristal, el reflejo del pabilo que arde, el vástago tallado, la contera de goma, la orla que corona ese sol apresado con reflejos de luna y las gotas de cera que lloran mi tristeza y empañan los recuerdos.
Esta noche, maestro, su farol en la calle, dirán los aprendices que llegaron de seises a saber de tu oficio de aguja y jaboncillo. Eras joven, tenías un taller de alfayate y un amor de oficiala que te enhebró su vida. Te llamaban maestro, lo eras de tu gremio y también de la vida, de llamarle Sevilla al gozo y la alegría de tu puro en los toros. Maestro ahora te digo: tú también me enseñaste a cortar delanteros para estrenar el traje al que llamamos vida, en el que cada día es Domingo de Ramos del mundo por delante.
Esta noche, maestro, tu farol en la calle. Lo lleva el nazareno que sale a San Lorenzo cuando suena en la torre la hora señalada. Le da luz al dorado que moldea los signos de tormento y Calvario en esa cruz de guía: la escalera, el hisopo del vinagre y la burla, las tenazas, los clavos... Recuerdo que decías, con tu gracia de barrio, corral y calle Feria, el tinto, los amigos, mostrador de Morales: "Salgo de nazareno junto a una cruz de guía que es el escaparate de El Tornillo o La Llave".
Yo sé por qué salías, tu farol en la mano, como antes el cirio del tramo del Senatus, hasta alcanzar la gloria de pareja nombrada o un primor de plateros en un altar de insignias. Perdona que revele la promesa que hiciste, cuando yo me moría y fuiste a San Lorenzo a pedirle al Cisquero, al que todo lo puede, que aún no me llevara y hoy pudiera escribirte. Por eso cada noche que de casa salías con la túnica negra y el largo capirote, el camino más corto para tus pies descalzos era el largo camino de dudas que ahora piso.
En esta madrugada yo sé que voy a verte, maestro, nazareno de promesa, descalzo. Esta noche presiento que voy a ver tu mano llevando luz sin tiempo junto a una cruz de guía. En estos capirotes de ruán y de tiniebla vuelven en esta noche nazarenos ya idos; se ponen el esparto como tú lo llevabas, y en la mano esa plata de Seco o Marmolejo, o quizá ya otra plata, pero la misma mano. Esa mano visueña que la reconocía en cada madrugada por el signo indeleble del callo del trabajo de alfayate y tijera.
Calla, calla, ya vienen. Castelar está a oscuras. La Puerta que cruzaste tantas tardes de toros se ilumina de cera, Arenal en silencio. Si Mar es esta calle, es mar de capirotes. Y ahora doblan la esquina de botica y quincalla, que les va abriendo paso aquella cruz de guía. Y vienen los faroles. El tuyo lo conozco. No conozco otra cosa que la luz de su plata, en esta madrugada que es la misma de entonces.
La mano que lo lleva es tu mano, que has vuelto. Yo sé que no te fuiste una noche de junio que San Pedro lloraba en cornetas de lágrimas. Sé que sencillamente ibas a San Lorenzo a sacar para siempre papeleta de sitio para darle las gracias en persona al Cisquero, en esa cortesía con que aún te recuerdan, ay, maestro alfayate que me diste la vida.
Perdona que no mire tu farol cuando pase. Sé que vas a decirme adiós con esa mano de callo y de tijera con que llevas la plata de la luz de Sevilla, farol de cruz de guía.



Titulo: “El Romanticismo de la Capa”
Autor: Orlando Lucena Ortega
Fecha Publicación: 20/03/05
Periódico Información Jerez


Dicen que desde hace unos años, se dan cita un grupo de hermanos una hora antes de la que son convocados por la papeleta de sitio para hacer estación de penitencia.

Dicen también que uno de ellos le roba a Kronos quince minutos de soledad, para poder ser el primero en llegar a esa desconocida cita.

 Al entrar deja su túnica colgada en la sacristía y contempla la penumbra de la Capilla que sólo es rota por un haz de luz que se cuela por una pequeña vidriera para consentir que los colores jugueteen entre la candelería . El silencio de las miradas a sus imágenes hace de por si la mejor de las oraciones. Y el recuerdo se hace presente, de que cuando su altura no le permitía ni tocar las maniguetas de aquel antiguo paso de Ovando, y su padre lo sentaba en una silla para que no se cansara y poder realizar tranquilo los preparativos de la dirección de la cofradía. En la soledad de aquel cuarto de vitrinas, anexo a la capilla y  que es hoy parte de la sala capitular, en medio de ella una silla de tijera fue fiel testigo de la eternidad de los segundos que faltaban para la ansiada salida de la cofradía.

Pero pronto se terminan esos minutos de soledad con sus titulares, un timbre avisa que llegó la hora fijada y con él, no sólo los miembros de esa sacro-santa reunión, sino también el nerviosismo que conlleva la responsabilidad.

Pantalón oscuro, tirantes cruzados a la espalda sobre camisas blancas de doble puño con la insignia de la cofradía, calcetín blanco y manoletinas con hebillas de plata es el atuendo de quienes tienen el privilegio de comenzar a desmontar el altar de insignias.

Cruz de Guía y faroles a la puerta, dalmáticas a la escalera, varas y carteles de las presidencias, cirios del último tramo...todo va buscando un hueco para facilitar más tarde la organización de un laberinto de capas y capirotes.

Realizado el trabajo una nueva reunión de despedida: se presentan las papeletas de sitio de los presentes mientras los imperdibles para los bajos del pantalón son el tema de conversación dando una última calada.

Parten a la sacristía para vestir la túnica y así poder abrir la puerta a todos los hermanos.

Van pasando como un revuelo de golondrinas, los nazarenos que impacientes buscan las miradas que dentro les esperan. La candelería  se enciende y da luz y calor a una capilla que ahora ya es un bullicio de edades, nuevas ilusiones que se estrenan, penitencias por cumplir se agarran ya al negro madero, canas y arrugas esperan tranquilos en el mismo rincón de todos los años hasta que se les llame desde el atril. Y así comienza el principio del fin. Con las presidencias organizadas y tras las preces de rigor se pide a los hermanos que se coloquen los antifaces y que se abra la puerta. La algarabía de la calle se entremezcla con una voz que dice: “Hermanos buena estación de penitencia”. Y poco a poco va saliendo la cofradía.

 Cuando el palio está debajo del dintel vuelve a la sacristía para colocarse la capa sobre la que caen los cuellos de la camisa, se aprieta el tirador de la capa y coloca bien el borlón que cuelga, nota la textura del terciopelo del antifaz y enfunda sus manos con la blanca cabritilla con la que coge la vara.

Deja la Capilla vacía, mientras para unos segundos para contemplar ya en la calle a la Madre de Dios, a su madre del cielo, para acto seguido remontar la cofradía hasta llegar a la cruz de guía, no sin antes buscar entre el cortejo la complicidad de una mirada, la de su mujer, pasará igualmente junto a sus hermanos, primos y sobrinos y seguirá hacia delante hasta encontrarse con su Señor para pedirle al que es hijo del Dios todopoderoso que algún día no muy lejano, sea su hijo el que le vea también a él, desde el pavero, vestido de nazareno.

Por ahora se contentará con seguir llegando puntual con su cofradía a todos los controles, esforzándose por llevar el cortejo más ordenado y organizado cada año, porque el cortejo más elegante ya lo es y con poder seguir viendo durante muchos años cuando llegue a la Carrera Oficial allí sentados a sus padres.

Dicen que hay nazarenos enamorados de su túnica, románticos que quieren que ellas sean fiel mortaja a la hora de irnos al Padre. O mejor aún que sean estas las vestiduras blancas con las que vivamos por siempre en la morada eterna de la Paz.




A mi padre Francisco Lucena Díaz, último cirio con  setenta y cuatro años. D.E.P.

Título: “Lunes Maldito”
Autor: Orlando Lucena Ortega
Fecha Publicación: Lunes Santo de 2008
Periódico Información Jerez


Da igual la fecha que hoy sea, no me importa que día o en que mes estamos. La Semana Santa siempre nos llega caprichosa con sus lunas. Y lo único que sé, es que hoy es Lunes Santo y para mí ya siempre será ese maldito Lunes Santo.
Nada tiene que ver con las Cofradías que hoy, sí Dios quiere, harán estación de penitencia a la Santa Iglesia Catedral y a las que de corazón deseo mejor suerte que el año pasado. Pero las cosas son como son, como tienen que ser, como Dios quiere que sean  y o las vemos así o nunca entenderemos esta vida que nos ha tocado vivir; mejor dicho que Dios nos ha querido regalar.
Porque hoy, Lunes Santo, hace un año que a la hora en la que los cofrades del lunes santo aún se preparaban en sus casas para acudir a sus hermandades para comenzar a vivir un gran día, me llamaba una vecina diciéndome que mi padre se había puesto malo, que fuera rápido a casa.
¿Mi padre malo? No, no podía ser, si era mi madre la que la enfermedad de la diabetes le venia dando problemas con las piernas, los riñones... ¿Mi padre? Pero sí mi padre con 75 años hubiera salido un año más en su último tramo y no salió de nazareno para que  mi madre no se quedara sola ya que toda la familia sale en la cofradía. No, no podía ser. Cuando llegue a casa de mis padres había una ambulancia en la puerta, mi madre sentada en el salón atendida por dos vecinas, e instintivamente me dirigí hacia el dormitorio de mis padres.
Mi hermano Javier sujetaba en alto un gotero intentando ayudar a los médicos que se afanaban en balde con masajes cardio-respiratorios, saque de mi cartera las estampas que siempre me acompañan y apretándolas entre mis manos comencé a rezar mientras mi padre yacía muerto en el suelo la mañana del Lunes Santo.
La entereza y el desconcierto interior se aliaron con el silencio y una vez confirmado lo que ya era evidente, busqué un momento de soledad y arrodillado ante su cuerpo muerto comencé a rezarle al oído para que Dios nuestro Señor le abriera las puertas del cielo al que había sido un buen cristiano siendo buen hijo, fiel esposo, cariñoso padre con sus cinco hijos, cofrade comprometido con su hermandad de la Coronación y al mismo tiempo que pedía el perdón para sus pecados en esta vida, pedí que la Virgen de la Paz de la que tantos años había sido su nazareno, saliera ahora a su encuentro y le tomara con su mano, ésa que tantas veces él había besado, para presentarle todas sus obras buenas ante Dios.
Tras la oración le di un beso y mientras le quitaba su cadena con el escapulario de la Virgen del Carmen, su sello y su alianza, coloqué entre sus manos las estampas de su Cristo y su Virgen, mientras recordaba que el último beso que le dí a mi padre en vida fue cuando marchaba para la Capilla y la última vez que le vi con vida yo vestía de nazareno de la cofradía de sus amores.
Antes de que mi madre nos dijera que mi padre quería que le pusiéramos su túnica nosotros ya nos habíamos subido al altillo, dónde descansaba desde hacia un año y planchada con las lágrimas de mi cuñada, amortajamos el cuerpo de mi padre. Con la serenidad del que parece haber estado toda una vida haciéndolo, una tijera cortó  el cuello de la túnica hasta la cintura para ponérsela desde los pies hasta los brazos, los corchetes cerrados y su medalla de oro al pecho, para que cuando San Pedro lo viera venir supiera que él era de los nazarenos de la Albarizuela, de los que ya han vivido más de cincuenta años con su hermandad.
La misma medalla que le hubiesen impuesto a mi madre este año en la función principal y que habrán visto desde el cielo como se la imponían a mi hijo Orlando. “Tempus fugit” y que poco tiempo le dedicamos a Dios en nuestras vidas. Cofrade vive tu estación de penitencia como si fuera la última, hermano vive tu hermandad todo el año.